Lejos del patriotismo, Alex Salmond ha impuesto un discurso centrado en las bondades socioeconómicas de la independencia de Escocia. El 18 de septiembre se vota la posibilidad de una secesión que propone mantener la monarquía, la libra y permanecer en la UE.
Hace 700 años, las guerras de independencia escocesas las lideraron guerreros rodeados de más guerreros. William Wallace Braveheart o el rey Roberto I de Escocia lucharon contra las tropas del rey inglés –y de sus muchos vasallos escoceses– con gritos de guerra en el frente… y las mujeres en casa. Siete siglos después, las mujeres, y las cuestiones que (supuestamente) más les atañen, aparecen como cabeza de cartel del proyecto político del nacionalismo escocés.
Durante el lanzamiento del Libro Blanco de la Independencia en el museo de la Ciencia de Glasgow en noviembre de 2013, el presidente escocés, Alex Salmond, presentó su hoja de ruta sin pompa ni caras pintadas, y con una mujer a su lado. El astuto Salmond confirmaba así una de sus grandes apuestas en el debate constitucional escocés: la renuncia a la tentación de erigirse en un Braveheart moderno. Al contrario, compartió su tiempo y los titulares con su “número dos”, Nicola Sturgeon, ministra principal adjunta y titular de la cartera constitucional en el gobierno regional. En lugar de agitar banderas blanquiazules y el resentimiento contra los ingleses, ambos optaron por hablar de guarderías y bajas de maternidad, más que de la supuesta gloria eterna de los pueblos libres.
Cuando anunció al mundo la convocatoria de un referéndum de independencia el 25 de enero de 2012, Salmond eligió una fecha –el aniversario del nacimiento del poeta nacional escocés Robert Burns– y un lugar –el castillo de Edimburgo– cargados de simbología. Sin embargo, para cuando llegó el momento de presentar el documento maestro, de más de 600 páginas, con la letra pequeña de la secesión, la cosa se quedó en una austera presentación de bajo perfil ante unos 200 periodistas de todo el mundo en la que la igualdad de género y la economía doméstica eran el mensaje.
Las encuestas muestran desde hace dos años que el apoyo a la secesión es muy inferior entre las escocesas que entre los hombres llamados a votar en referéndum el 18 de septiembre de 2014. Por ello, la campaña por el “sí” a la independencia ha envuelto sus argumentos en guiños hacia las socialdemocracias feministas de los países nórdicos, y no hacia las gestas bélicas del patriarcado pretérito. El Libro Blanco es exhaustivo en sus propuestas sobre el proceloso divorcio de Reino Unido en caso de victoria de la secesión. Pero, en su literalidad, la hoja de ruta constitucional del gobierno escocés es, sobre todo, un compendio de medidas sociales entre las que figuran un subsidio equivalente a 30 horas semanales de guardería para niños de tres y cuatro años, una reducción del cinco por cien en la factura de la luz, o una revisión de la decisión de retrasar la edad de jubilación a los 67 años. Quienes esperaban un documento fundacional solemne y grandilocuente para una Escocia por fin libre tuvieron que conformarse con una mera oferta electoral del Partido Nacional Escocés (SNP). Una decepción segura para quienes sitúen el estándar de literatura política independentista en el pomposo y esencialista prólogo del fracasado Estatuto de Cataluña. El nacionalismo escocés ha reservado las palabras grandilocuentes –el “cambio transformador” que, según Sturgeon, traería la independencia– para los subsidios por maternidad e hijos. Mientras, la ingeniería constitucional y los grandes designios han quedado a menudo aparcados en un plano secundario en el que el pragmático Salmond ha preferido no detenerse.
Esta decisión de rebajar la temperatura patriótica y centrarse en las presuntas bondades socioeconómicas de la independencia responde a una lectura realista del electorado escocés. Según los expertos solo un tercio de los escoceses puede considerarse voto patriótico, un segmento que coincide con la proporción de votantes que se identifica como “solo escocés”, según el último censo publicado en 2011. “Aquellos que se sienten exclusivamente escoceses y que votan guiados por el patriotismo son un 30 por cien así que, para ganar, Salmond necesita seducir también a los pragmáticos”, explica Charlie Jeffery, politólogo y experto constitucionalista de la Universidad de Edimburgo.
Un resultado incierto
El 18 de septiembre, los escoceses deberán responder a una pregunta muy simple: “¿Debe Escocia ser un país independiente?”. Las encuestas han indicado de media una ventaja del “no” a la secesión de entre 10 y 20 puntos. Según datos de la empresa YouGov de finales de junio, un 54 por cien de los encuestados votará por la permanencia en Reino Unido, frente a un 35 por cien de defensores de la independencia y un 12 de indecisos. Si se elimina esta persistente bolsa de indecisos, la diferencia a favor del “no” que se había consolidado antes del verano era de 61-39. Si bien YouGov es una de las fuentes más consultadas, los datos de otra empresa de sondeos, Panelbase, suelen asignar unos cinco-seis puntos más de media a los defensores del “sí”. Los expertos coinciden, en cualquier caso, en destacar que el elevado número de indecisos y la contrastada experiencia de Salmond en dar la vuelta a la adversidad electoral invitan a la prudencia a la hora de predecir cualquier resultado.
En el primer referéndum escocés de 1979, un 51,6 por cien votó a favor de establecer la autonomía de Escocia, pero los votos afirmativos no alcanzaron el 40 por cien del censo que exigía el gobierno laborista de la época. En 1997, el recién elegido Tony Blair cumplió con su promesa de convocar una nueva consulta, que llevó al establecimiento del Parlamento regional en Edimburgo con un 75 por cien de apoyo. En este tercer referéndum están llamados a votar 4,1 millones de los 5,3 millones de habitantes de Escocia.
Escocia supone el 8,3 por cien de la población de Reino Unido y un tercio del territorio. Y genera el nueve por cien del PIB británico. En caso de separarse, los expertos coinciden en que Escocia se quedaría con el 85-95 por cien del petróleo del mar del Norte.
El hermanamiento de estas dos naciones fronterizas comenzó con la unión de las coronas en 1603 en la cabeza de Jaime VI de Escocia y I de Inglaterra e Irlanda. Este hijo de María Estuardo unificó el trono escocés con la dinastía inglesa de los Tudor tras la muerte sin heredero de su prima Isabel I. Los parlamentos inglés y escocés se fundieron a su vez en uno solo con el Acta de Unión de 1707. Una unidad a la que, 307 años más tarde, podría poner fin la consulta acordada por los gobiernos británico y escocés en el llamado Acuerdo de Edimburgo de octubre de 2012. Votarán los residentes en Escocia en el momento del voto, incluidos los ciudadanos comunitarios y los 422.000 ingleses, 35.000 norirlandeses y 16.000 galeses que viven en Escocia. No tienen derecho a voto, en cambio, los casi 800.000 escoceses –incluido el independentista Sean Connery– que no residen ya en Escocia.
En sus negociaciones con el gobierno de David Cameron, el nacionalismo escocés exigió en todo momento la inclusión en el censo, por primera vez, de los escoceses de 16 y 17 años. La mayor propensión a autoidentificarse como “solo escocés” de los jóvenes y el extendido prejuicio sobre el mayor aventurismo político de esa franja de edad parecían augurar una mayor inclinación hacia la secesión entre los jóvenes. Los datos, sin embargo, no lo demuestran. Según YouGov, a finales de junio, el 52 por cien de los escoceses de 14 a 17 años votaría “no”, por un 30 por cien de independentistas y un 18 de indecisos. El apetito por la separación es, por tanto, menor entre los jóvenes, que tienen claro cuál es su plato preferido, aunque casi uno de cada cinco no decidirá su menú hasta última hora. En cuanto al voto femenino, el punto de partida es también poco halagüeño para el nacionalismo. El apoyo de las mujeres a la independencia ha sido de forma constante en las distintas encuestas unos cinco o seis puntos de media menor que entre los hombres. Así, cuando el independentismo alcanzó una de sus cotas más altas con un apoyo del 42 por cien, el apoyo a la secesión era del 48 entre los hombres y un 37 entre las mujeres. Más que la edad o el género, el factor que mejor explica las actitudes de los escoceses y escocesas ante el referéndum es el bolsillo.
La macroeconomía de la independencia
Los riesgos económicos y monetarios de la secesión, aireados de forma insistente por la campaña del “no”, han hecho mella entre los escoceses, que no parecen haberse dejado distraer por los festejos patrióticos y deportivos que han precedido a la consulta: las Olimpiadas de la Commonwealth en Glasgow, la Ryder Cup en Gleneagles, el año de la diáspora, o el 700 aniversario de la batalla de Bannockburn. Michael Penman, politólogo de la Universidad de Stirling, afirma: “Antes era más fácil predecir un voto laborista en las zonas occidentales con mayor proporción de católicos, o un mayor apoyo conservador y unionista en el voto protestante de la costa oriental, pero ya no es así. Además, a medida que el SNP ha asumido responsabilidades de gobierno, hay una decisión consciente de los nacionalistas de evitar el recurso a Braveheart y a los grandes acontecimientos históricos para crear fervor patriótico, en parte por la búsqueda de una mayor credibilidad y de mejorar su imagen”. Los defensores de la independencia han acusado a los grandes partidos nacionales que conforman la campaña “Mejor Juntos” de actuar como una “campaña del miedo”. Una estrategia que, en cualquier caso, parece haber funcionado a la luz de la inquietud económica que reflejan las encuestas. Según el portal What Scotland Thinks, el 49 por cien de los consultados el 29 de junio consideraban que la economía escocesa “empeorará” en un escenario de separación, por solo un 27 por cien convencido de que “mejorará”. Un 11 estimaba que no habría diferencia, mientras un 13 no sabía qué contestar.
Este terreno demoscópico imponía un objetivo claro y ambicioso al nacionalismo escocés: extender su encanto electoral más allá del apoyo tradicional del SNP para sumar al votante pragmático, a menudo exlaborista, a las mujeres y a los indecisos, una bolsa del 10-20 por cien del electorado compuesta en parte por simpatizantes naturales del laborismo en sus caladeros industriales y católicos de la región de Glasgow. Para seducirles, la campaña “Sí Escocia” ha construido un inteligente imaginario independentista fundado en tres pilares: la decisión consciente de renunciar al patriotismo esencialista, la promesa de una secesión indolora, y la articulación de un modelo económico socialdemócrata con fuertes resonancias nórdicas… así como suficientes guiños a las mater familias para compensar la incertidumbre que asocian a la independencia.
El problema para el nacionalismo son las dudas macroeconómicas que despierta la independencia, más que las guarderías que prometía Sturgeon en Glasgow. Desactivar esa incertidumbre ha sido el gran reto del nacionalismo escocés a lo largo de la larga campaña por el referéndum.
Salmond y la secesión sin sobresaltos
Salmond alcanzó en 2011 una inesperada mayoría absoluta en las elecciones regionales. El SNP obtuvo el 44 por cien de los votos gracias a un trasvase sustancial de votantes del Partido Laborista, que se quedó con el 26,3 de las papeletas, al ser penalizado por la gestión de Gordon Brown durante la crisis de 2008-10. Los conservadores, que gobiernan en Londres en coalición con los liberales desde mayo de 2010, se quedaron en el 13,9 de los sufragios. En las manifestaciones y actos nacionalistas es habitual encontrar alusiones a uno de los chistes políticos más crueles al norte de la frontera: en Escocia hay más osos panda (dos en el zoo de Edimburgo) que diputados tories por Escocia en Westminster (uno).
El Partido Conservador fue la fuerza más votada por los escoceses en 1955, cuando obtuvo más de la mitad de los escaños escoceses en juego en las generales. Pero, en los años ochenta, los gobiernos de Margaret Thatchergeneraron la percepción de que sus políticas castraban el tejido industrial escocés. Y su decisión de comenzar la aplicación del controvertido poll tax (o tasa municipal) en Escocia antes que en el resto del país afianzó un prejuicio “anti-tory” presente todavía hoy en amplias capas del electorado escocés. “El mito de unos tories injuriosos, destructores de empleo y llenos de odio a lo escocés se afianzó entonces y, especialmente cuando los conservadores gobiernan en Londres, tory e inglés pueden aparecer como sinónimos a los ojos de muchos de escoceses; ahora es uno de esos momentos”, advertía The Economist en un especial sobre Escocia en su edición del 12 de julio.
Según un estudio publicado en junio por el gobierno escocés, el 59 por cien de los escoceses expresa “confianza” hacia el ejecutivo de Salmond, por solo un 26 que dice confiar en el gobierno de Londres. El SNP no ha desaprovechado este poso de resentimiento anti-inglés y anti-tory presente en amplias franjas del electorado. Ni ha renunciado a introducir ciertas gotas de lirismo. “La independencia es el estado natural para las personas y los pueblos en todo el mundo”, suele decir Salmond, para quien la consulta es “la decisión más importante del pueblo escocés en 300 años de historia”. Pero, en su intento de empujar hacia el secesionismo a una sociedad tan celosa de su identidad como temerosa de su bolsillo, el nacionalismo escocés se ha abstenido de reducir su discurso a la tecla fácil del rencor histórico –ese molesto soniquete que preside el debate constitucional español–, y ha insistido en presentar la ruptura como un paso hacia delante natural, exento de baches y abolladuras. “Con la independencia tendremos una nueva unión social con las otras naciones de estas islas y seguiremos compartiendo a Su Majestad la Reina como jefa de Estado”, anunció en noviembre de 2013 en Glasgow, resumiendo la independencia light que propugna.
Los nacionalistas quieren un Parlamento que controle el 100 por cien del gasto público en Escocia, frente al 12 por cien de ingresos fiscales que controla la cámara regional en la actualidad. Esas competencias fiscales se ampliarán al 16 a partir de 2016 con la transferencia de ciertos impuestos especiales, según una segunda oleada de “devolución” de poderes a Escocia acordada en 2012. Pero, al mismo tiempo, conjugan esa demanda de plena soberanía política con el mantenimiento de Isabel II como jefa de Estado, la permanencia dentro de la UE, y el mantenimiento –aseguran– de la libra esterlina como moneda. El 72 por cien de los escoceses desearía mantener la libra, el 62 defiende mantener el mismo rey o reina que Inglaterra, y el 86 confía en seguir viendo la BBC el día después de una hipotética independencia. A esta secesión sin sobresaltos le añaden unas gotas de pacifismo con la promesa de construir una Escocia “libre de nucleares”, un deseo muy arraigado entre las bases del SNP, con fuertes implicaciones estratégicas, porque supondría realojar la flota británica de submarinos nucleares, que tiene ahora su base en aguas escocesas de Faslane.
Isabel II, la libra y la Unión Europea
Sobre el primer punto, la reina Isabel II no se ha pronunciado. Pero, tanto sobre la permanencia en la UE como sobre el mantenimiento de la libra, al nacionalismo escocés le han llovido negativas desde Londres y Bruselas. Y de más allá, porque tanto Barack Obama como Hillary Clinton, así como el primer ministro chino Li Keqiang, han expresado en público su preferencia por el mantenimiento de la unidad de Reino Unido.
En relación a la permanencia en la UE, el hasta hace poco ministro de Exteriores británico William Hague advertía en enero que “nadie debería tener la duda de que, si una parte de un Estado miembro abandona la UE, debe volver a solicitar el ingreso”. Londres augura que “sería un proceso de duración incierta y resultado desconocido en cuanto a los términos de la negociación, y probablemente con un coste elevado, que supondría pagar más por obtener menos de la UE”. Los servicios jurídicos del gobierno británico estiman que una Escocia independiente tendría que solicitar de nuevo la adhesión a organismos internacionales como las Naciones Unidas, la Organización Mundial del Comercio, la OTAN o la UE, y se vería obligada a renegociar hasta 14.000 tratados internacionales de los que Reino Unido forma parte.
El anterior presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, ha reiterado una y otra vez que sería “extremadamente difícil” la admisión de aquellos Estados que eligen separarse de un país miembro de la Unión. En el mismo sentido se ha pronunciado Jean-Claude Juncker. Salmond, inasequible al desaliento, insiste en que su calendario sería viable para superar las adversidades y completar las negociaciones entre Escocia, Londres y Bruselas en los 18 meses que irían desde la fecha del referéndum al “día D” de la proclamación de independencia, en marzo de 2016, con vistas a celebrar en mayo de ese año, según sus planes, las primeras elecciones a un Parlamento independiente.
Sus críticos le recuerdan que las negociaciones de adhesión a la UE pueden llevar una década, como ha sido el caso de Croacia. Pero el nacionalismo escocés se aferra a que su “reingreso” discurriría por la vía rápida que contempla, en su opinión, el artículo 48 del Tratado de la UE, frente a las lentas negociaciones, capítulo a capítulo, que impone la vía ordinaria del artículo 49. Es verdad que no son solo los nacionalistas quienes sospechan que Bruselas no se atrevería a dar con la puerta en las narices a una población que, de facto, forma parte de la Unión. Expulsar de la unión a unos ciudadanos europeos que –en la hipótesis de una victoria del “sí”– han tomado una decisión libre y democrática sería, opinan algunos, una traición indigerible a los principios fundadores de las comunidades europeas. En cualquier caso, Londres cuestiona abiertamente el escenario que plantea el nacionalismo.
Lo más preocupante es la situación monetaria de una Escocia separada de Reino Unido. El nacionalismo escocés defendió históricamente la adopción del euro en un escenario de independencia, una proposición tóxica políticamente, tras la crisis de la deuda del último lustro. Su propuesta ahora es construir una “zona esterlina” con el resto de Reino Unido y compartir la moneda y, sobre todo, el paraguas protector del Banco de Inglaterra. “Reino Unido es el primer socio comercial de Escocia, y las cifras del Tesoro británico apuntan a que Escocia es el segundo mayor socio comercial de Reino Unido, mayor que la suma de Brasil, Suráfrica, Rusia, India, China y Japón”, recuerda el Libro Blanco. Un grupo de economistas reclutados por el gobierno escocés, con el premio Nobel de Economía estadounidense Joseph Stiglitz a la cabeza, concluyó en su informe que una Escocia independiente sería un Estado viable, siempre que mantenga la libra esterlina y una unión monetaria con Londres.
Pero el designio de Salmond choca con barreras de distinta índole. Desde el punto de vista técnico, el gobernador del Banco de Inglaterra, el canadiense Mark Carney, advirtió en un discurso en Edimburgo que, para funcionar sin choques económicos, una unión monetaria exige unas “bases” muy sólidas y una estrecha coordinación en materia fiscal y de gasto público. Es decir, una cesión de soberanía económica que va en dirección contraria a la lógica independentista que impulsa Salmond.
En el ámbito político, Salmond se ha encontrado con un inusitado portazo, no solo del gobierno británico sino de los tres grandes partidos nacionales –conservadores, laboristas y liberales. “Si Escocia sale de Reino Unido, sale de la libra”, advirtió el ministro de Finanzas, George Osborne, en un discurso en Edimburgo en febrero pasado. En paralelo, la oposición laborista y los socios liberales de Cameron acordaron entonces con el ejecutivo que, gobierne quien gobierne tras las elecciones generales de mayo de 2015, Londres cerrará la puerta a la unión monetaria que predica Salmond. Ante el portazo, ha amenazado con no hacerse cargo de la parte que correspondería a Escocia de la deuda de Reino Unido, y ha sugerido la posibilidad –que no niegan los economistas– de seguir utilizando la libra aun en contra de la opinión de Londres. “¿Por qué acabar como Panamá, que usa una moneda –el dólar– controlada por un gobierno extranjero cuando con la actual autonomía nos beneficiamos de lo mejor de los dos mundos?”, se preguntabaAlistair Darling, exministro de Finanzas de Brown y portavoz de la campaña anti-independencia.
Darling era, precisamente, el canciller cuando el Royal Bank of Scotland (RBS) tuvo que ser rescatado en 2008. La creación de la mayor entidad bancaria de Reino Unido está directamente ligada al acto de unión de los parlamentos inglés y escocés en 1707, puesto que recibió el sello real como compensación de Londres a los escoceses por una onerosa y desastrosa aventura colonial. Y su rescate ejemplifica de forma poderosa las ventajas de la unión que predican los partidos nacionales. El 82 por cien de RBS fue nacionalizado con un rescate de unos 55.000 millones, pagado por los contribuyentes británicos, equivalente al 200 por cien del PIB escocés. De haber sido independiente, Escocia habría quedado en bancarrota. El caso de RBS ilustra bien la gran debilidad del proyecto independentista de Salmond: la economía. A pesar de sus esfuerzos por movilizar cabezas y corazones con un programa socialdemócrata de inspiración nórdica, los argumentos puestos sobre la mesa por el gobierno británico y los partidos nacionales, así como por muchos líderes industriales y financieros escoceses, resultan apabullantes.
La vía de agua más grave es, sin duda, la falta de claridad sobre la situación monetaria en la presunta Arcadia independentista. Pero los interrogantes contaminan la totalidad del proyecto económico de Salmond. La Oficina de Responsabilidad Presupuestaria (el organismo independiente que vela por el rigor fiscal en Reino Unido) prevé un precio del barril de crudo de 97 dólares para 2016, muy por debajo de los 110 dólares con los que el gobierno escocés construye sus proyecciones. Además, sus últimos cálculos, publicados en julio, reducen en casi un 25 por cien la estimación de ingresos por el petróleo del mar del Norte entre 2019-20 y 2040-41, que la oficina de control fiscal rebaja a 50.000 millones de euros en ese periodo frente a los 65.000 que predecía un año antes. Según el ministro de Finanzas de Salmond, John Swinney, Escocia podría beneficiarse de unos 43.000 millones en ingresos por hidrocarburos en los próximos cinco años. La Oficina de Responsabilidad Presupuestaria lo reduce a 20.000. De confirmarse, esta caída de ingresos destrozaría las optimistas previsiones de déficit público que el nacionalismo contempla para los primeros años post-independencia.
En otro ámbito clave, el gobierno escocés ha convertido la industria de las renovables en uno de sus motores económicos, con el ambicioso objetivo de satisfacer el 50 por cien de su demanda energética con este tipo de fuentes en 2015. Y aquí también, el gobierno británico recuerda que, aunque Escocia produce solo el nueve por cien de la electricidad consumida en Reino Unido, recibe hasta el 37 de las ayudas públicas a las renovables.
‘Salmonomics’ para la nueva Escocia
La guerra de cifras es inabarcable. Los dos gobiernos ofrecen, por ejemplo, estimaciones opuestas del impacto que la separación de Reino Unido tendría para el bolsillo de los escoceses. Según los cálculos del Tesoro británico, cada escocés se beneficiará de un “dividendo” anual equivalente a 1.700 euros por persona durante los próximos 20 años gracias a que, “dentro de Reino Unido, podemos unificar recursos y compartir los riesgos”.
El referéndum escocés ha generado, de hecho, un aluvión tal de descentralización y promesas de mayores cesiones de competencias por parte de los tres partidos nacionales que muchos analistas auguran que si gana el “no”, el Reino Unido resultante será uno de contornos constitucionales más federales. Para el gobierno escocés, de todas formas, la secesión reportaría a cada escocés un bonus anual de 1.200 euros durante los próximos 15 años.
“Escocia es uno de los países más ricos del mundo, más próspero per cápita que Reino Unido, Francia o Japón, pero necesitamos los poderes de la independencia para asegurarnos de que la riqueza beneficia a todos los miembros de nuestra sociedad», dijo Salmond durante la presentación de su informe de coste económico. El gobierno escocés se basa para esta afirmación en los datos de riqueza publicados en marzo por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), que sitúa Escocia como el decimocuarto país más rico del mundo si se incluyen los ingresos por petróleo, por delante de Reino Unido, en el puesto 18, o de España, en el 22. Este optimismo, tan dependiente del petróleo, forma parte consustancial de lo que el periodista escocés David Torrance califica comoSalmonomics, en referencia a la ideología económica del ministro principal escocés. En su libro The Battle for Britain(una de las mejores guías para entender el debate escocés), Torrance la define como “una mezcla incómoda de keynesianismo –salir de la recesión a base de gasto público– y neoliberalismo –bajar impuestos para estimular el crecimiento–. Su modelo de fiscalidad baja, similar a Irlanda, y fuerte gasto social, como en las pequeñas repúblicas sociales de Escandinavia, ha sido calificado de “neoliberalismo celta” o de economía “escandiamericana”.
En el informe sobre las Opciones Económicas en una Escocia Independiente, presentado en noviembre de 2013, el ejecutivo nacionalista afirma que el PIB escocés podría ser hasta un 3,8 por cien mayor que en la actualidad si Escocia, con una población de 5,3 millones de habitantes, hubiera crecido igual entre 1977 y 2007 que las naciones pequeñas a las que quiere emular, como Irlanda, Nueva Zelanda, Noruega, Suecia y Dinamarca. Pero a numerosos economistas, así como a muchas de las mujeres y votantes moderados a los que apela Salmond, no les salen las cuentas. Los economistas John McLaren y Jo Armstrong de la universidad de Glasgow ponían en cuestión en un estudio publicado en junio el ranking de países al que se acoge Salmond, debido “al alto nivel de propiedad extranjera (por ejemplo, en los sectores de la energía o de las bebidas) y a la presencia de una materia prima cotizada internacionalmente, como el petróleo”. En efecto, entre las empresas con licencias para extraer crudo del mar del Norte –del que el 84 por cien corresponde a Escocia en el reparto actual–, solo una es escocesa. Y apenas extrae 6.000 barriles de crudo del millón diario que se produce. “Más del 70 por cien de la producción económica total de Escocia, excluidos la banca, las finanzas y el sector público, está controlado por sociedades no escocesas, según datos del gobierno escocés. La cifra para Reino Unido es el 36 por cien, según la Oficina Nacional de Estadística”, recordaba The Guardian tras la publicación del informe de los dos economistas escoceses.
Más del 80 por cien de la industria escocesa del güisqui, que genera 10.000 empleos directos y es la principal exportación británica en comidas y bebidas, es de propiedad extranjera (casi el 40 por cien pertenece a una sola compañía, Diageo, con sede en Londres). En el caso de otro producto estrella escocés, el salmón, el 80 por cien del que crece en Escocia es también de propiedad extranjera, en su mayoría empresas noruegas. Y el 83 por cien de las empresas escocesas con más de 250 empleados tienen dueños extranjeros (28 por cien en el caso de Reino Unido en su conjunto), por lo que sus beneficios y dividendos suelen acabar en terceros países. En el caso de la industria financiera –ocho por cien del PIB escocés– los fondos de inversión obtienen el 86 por cien de sus beneficios en operaciones con el resto de Reino Unido.
Identidad, independencia y ruptura
Los historiadores coinciden en que Escocia se benefició particularmente del imperialismo británico. Entre 1885 y 1939, un tercio de los gobernadores generales británicos en las provincias del imperio eran escoceses. Pero, en los años setenta y ochenta del siglo XX, Escocia padeció especialmente el sabor amargo de la desindustrialización, lo que provocó una desbandada electoral hacia la izquierda y el abandono del histórico apego al unionismo imperialista. Aunque esta polarización social se produjo también en los focos industriales de Gales y el norte de Inglaterra, en el caso escocés, analiza The Economist, el fenómeno “se combinó con el ascenso de la identidad escocesa para formar una nueva narrativa nacionalista: que Escocia es diferente de Inglaterra porque es más de izquierdas, y solo la independencia puede traer la socialdemocracia que quieren los escoceses”.
La formulación parece una síntesis acertada de los atributos con los que el nacionalismo escocés reviste su aspiración secesionista y legítima, cuyos principios en el contexto constitucional británico no niega ni el gobierno de Cameron, a la que cabe responder, más allá de las cifras, con la reivindicación de liberalismo cosmopolita que acuñaba el canadiense Michael Ignatieff el 27 de junio en Financial Times: “Mi visceral oposición a los proyectos de independencia en Escocia, Cataluña o Québec no es al nacionalismo, sino a la secesión, a la ruptura de sistemas políticos que, sin violencia, han permitido convivir a muchas personas. Esa ruptura no solo destruye la unión política, sino que violenta las identidades compartidas que personas como yo llevamos en el alma”.
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